15.3.08

Si vos no hacés la cama, te gusta que te azoten

Yo nunca lo vi, pero mucha gente lo cuenta seria, entre sonrisas cómplices, fechas borrosas, geografías difusas, nombres improbables, datos al tuntún a veces, muy precisos y económicos otras, las menos.

A veces fantaseo con la posibilidad de que Manucho sea un mito, categoría para la que no le faltan atributos ni merecimientos. Su figura se rebate indefinidamente en un abanico de planos, imbricados íntimamente como la urdimbre del mimbre milenario, que desde los juncos de los Esteros del Iberá se transforma, como destino incuestionable, en el sombrero alado y fresco que lleva puesto ese día, uno de esos días traídos al presente por la voz amable y suave y un poco torpe de algún personaje contemporáneo suyo de él que se anima a compartir con quien quiera escucharlo aquellas inolvidables escenas que constituyen su más grande patrimonio, aquellas escenas que dicen que alguna vez todo era luminoso, ingenuo, sencillo de una sencillez inmaculada.

¿Todo tiempo pasado fue mejor? No. Fue simplemente.

Tenía sombrero, dijeron, y era temprano, de mañanita, y esa especie de niebla imperceptible que tiñe toda la atmósfera de una capa de nostalgia anticipada. Iba Manucho pedaleando por la nueve de julio, pedregosa, inestable, como eran las calles antes; con suerte había pasado el regador y qué delicia de equilibrio veían los testigos: en una mano el mate, en la otra el termo, cebando sus inefables «mates a la crema, si no le gustan, me los devuelve».

El manubrio (un volante de auto), bien gracias, como piloto automático registraba las imperfecciones del terreno y se adaptaba generoso y solidario con el conductor, que ya a esta altura del recorrido venía intercambiando saludos a mano suelta exhibiendo orondo las manifestaciones de su hazaña: el termo y el mate en alto, los dientes contentos de blancos y un estentóreo sapukay pucú en sus labios.

15 de octubre de 2003

Gracias a Gonzalo Cazas por el título.

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