15.3.08

Hay un nivel de cachetes en los colegios

Era muy temprano y estaba todavía oscuro cuando Manucho nos despertó corriéndonos las sábanas con suavidad mientras se le dibujaba una gran sonrisa en su boca sutilmente amarillenta. Vamos gurises, que ya está el mate («a la crema», dice siempre, jactándose por cebarlo con sorprendente espuma), y hay que ir arrancando el mercedito para salir junto con el sol, dijo, y sobre la marcha le regalaba uno de sus tantos piropos a la Pocha que volvía del baño aún en camisón: «Adiós corazón de melón».

Marita y yo, con nuestra lejana cercanía en edad y madurez, a diario peleábamos por cuestiones de poco valor, en una rivalidad sencilla, sin estridencias, con más alegría que celos. Esa madrugada era quizás muy especial y nos sentíamos particularmente hermanados, vaya paradoja. Terminamos de vestirnos en menos que canta un gallo y fuimos corriendo a despertar a los más grandes en la pieza del fondo, Graciela, Roque y Polaco: los tres dormían sin ventilador, mientras una brisa suave mecía juntos el olor del espiral y la cortina. Hicimos bulla mientras remoloneaban, riéndonos mucho todos, llamándonos entre nosotros por los apodos que la familia había legitimado: «¡Gracielita!», «¡Preferido!», «¡Pobre m’hijo!», «¡Contadora!», «¡Bancado!». «¡Arriba la compañía!», «¡vamos que nos vamos y hasta mañana no venimos!», es la fórmula común que usamos para levantar a todos de la cama, impostando la voz como si fuéramos militares de carrera.

La propuesta había sido tan descabellada como atractiva: el bancado, yo, el menor, sugerí a viva voz en la mesa de un almuerzo familiar, pese a la ingenua censura generacional de la Pocha, que pasáramos la Navidad nosotros cinco y los viejos, en los Esteros del Iberá. Más precisamente en Colonia Pellegrini, donde Manucho tantas veces había recalado llevando combustible y trayendo algunas de las especies de la fauna autóctona, con la doble finalidad de divertise y alimentarnos, en ese orden: víboras, yacarés, lagartos, entre otras variedades más o menos exóticas y comestibles. Volveríamos a ser niños, casi de la misma edad todos, sin tanta diferencia como en realidad nos ha tocado en suerte: seríamos cinco hermanos seguiditos, compinches, felices y contentos como una camada de cachorros en la chacra.

No se hable más, dijo Manucho chasqueando la lengua luego de tomar un largo trago de vino rosado bien sodeado en su jarrito de aluminio: Vieja, siguió, el 24 madrugamos bien, levantamos a estos sabandijas y salimos para Corrientes. Paramos a comer el mediodía en el Mocoretá, cerca del agua, hacemos una siestita a la sombra fresca y seguimos despacito, mateando, escuchando unos chamamecitos. Para la nochecita estamos llegando, mientras vos y los gurises van preparando el pesebre para recibir los regalos del niñodios, yo voy haciendo el fuego y poniendo el corderito para hacerlo lento, bien adobado y como siempre: con simpatía, chamigo.

14 de diciembre de 2004

Gracias a Luz Pearson por el título.

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