15.3.08

A mi me gusta el Gato, no la cumbia

Qué extrañamente indivisibles recuerdo aquella luz amarillenta de la cocina de mi casa y el sonido de la radio AM llenando el ambiente con algún tango dulzón, pícaro, melancólico.

Me cuesta entresacar también de la maraña de imágenes, de sensaciones, de recuerdos vagos e impulsos que van apareciendo —paulatinamente pero implacables—, el olor de la comida que juntos estaban preparando. Un poco cascarrabias, un poco amorosos, juguetones: «Pero viejo..., ¿por qué le pusiste tanta sal?». «Yo no soy ningún enfermo, mi querida».

Mientras levanto apenas el mantel de hule floreado y abro el cajón de la antigua mesa de madera, donde se amasaban religiosamente las pastas del domingo, para sacar los cubiertos y pongo la mesa, oigo claro y luminoso el tintinear de la tapa de la olla de hierro sobre la salamandra.

Miro hacia arriba y veo a la Pocha revolviendo el guiso, manito en la cintura, moviendo imperceptiblemente la cabeza hacia ambos lados, con su media sonrisa dibujada en un rostro que podría haber salido de la pantalla del cinematógrafo y ahí, en ese mismo momento, se escucha aquella melodía nocturna, pegadiza, esperada, arrastrando el fuelle su quejido inconfundible. Milagro.

Se miran cómplices, dejan todo, se van acercando, sonríen. La Pocha limpia sus manos en el delantal, se emprolija un poco el pelo; Manucho, en la otra punta, sube un poquito el volumen de la Siete Mares, y caminan hacia un abrazo tierno. Las manos se acomodan, se pegan las mejillas, tararean juntos alguna cosa y comienza otra vez aquel baile efímero, cadencioso, inolvidable.

28 de octubre de 2003

Gracias a Ximena Tobi por el título.

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