16.3.08

Escupía entre los huecos de los dientes faltantes

El Club Rivadavia en esos años era nuevo. Moderno. De líneas arquitectónicas, cosa que en el barrio hasta ese momento no existía.
Los deportes más convocantes para tener a los gurises ocupados eran el fútbol, el básquet, el voley, en ese orden; pelota el cesto también se jugaba, las mujeres, y a las bochas los hombres y las mujeres menos y había una cantina de las de antes donde se jugaba a las cartas, al billar, al casín y tomaban lindo, los hombres. Manucho no iba seguido, pero tenía sus compinches para el truco y la ginebrita, cada tanto. Él iba más a lo de Macho George, a media cuadra del club, cuando el bulevar era de ripio.

Los sábados, el baile de rivadavia era famoso y se llenaba, con dos y hasta tres pistas: una con orquesta típica, otra con música progresiva y la tercera con salsa y cumbia pero de la verdadera. Katunga, Los Iracundos, Los Perlas, Yumba 4, Apeseche y su Orquesta Característica, Los Wawancó y el Sapo Lacava como presentador oficial, entre otros, animaban los diferentes momentos y espacios de la noche.

La distribución de las pistas era singular: mesas dispuestas alrededor del rectángulo de juego, generando una especie rara de óvalo, que a medida que pasaba la noche iba degenerando orgánicamente en cualquier forma dispersa. El bailongo se armaba dentro de esos límites, sobre la cancha propiamente dicha, donde las parejas ejecutaban como los planetas sendos movimientos de rotación sobre su propio eje y de traslación en una órbita, deforme si se quiere para el caso. Los más tímidos o los recién iniciados iban por la parte externa, paralelos a las mesas. Los más osados o las parejas consumadas, o a punto de, iban bien adentro, para que se los vea poco y nada.

Toda época tiene sus normas aunque no lo parezca y en los años de juventud de Graciela, la mayor, había una para tener en cuenta especialmente las damas: salir a bailar con todos los pretendientes que lo solicitaran, a menos de estar comprometida. Eso implicaba dedicarle dos o tres temas al candidato y volver a sentarse a esperar en la mesa, muchas veces en compañía de la madre, las hermanas, alguna tía y en ocasiones especiales, el padre.

Este era uno de esos casos. Manucho firme sentado en la mesa con la Pocha, viendo inquieto cómo su hija Gracielita hacía rato largo ya que no volvía del epicentro del movimiento. Situación que no era ajena a la madre, ya puesta al tanto por la primogénita, con antelación, de que estaba gustando con el Pepe, su futuro marido.

Graciela cuenta entre risas cómplices la escena nunca desmentida: ellos bailando abrazados al estilo de época, ensimismados, viendo venir irremediablemente a lo lejos a la Pocha, abriéndose paso entre los demás bailarines, viéndola llegar hasta el oído, tomarla del brazo comprensiva y susurrar: «Gracielita, tenés que volver a sentarte un rato, porque a tu padre le bailan los ojitos».

1 de junio de 2005

Gracias a Alejandro Antico por el título.


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