El sonido del agua es como un encantamiento.
Fijáte vos que en este mismo momento hay millones de olas, olitas, corrientes y correntadas que avanzan, y retroceden y vuelven a avanzar implacables hacia costas de arenas blancas, o desbordantes de vegetación, o que golpean acantilados verticales como miradas al cenit a mediodía, o que arrastran río abajo materia que se desprende sin nostalgia en cada recodo del curso viboreante, y así se deja llevar nomás desde siempre la jangada. ¿Cómo será abandonarse flotando ahí arriba, durante días, meses, sobre esa superficie a la deriva como un náufrago resignado a su destino carente de rescate y el horizonte como único dios a quien mirar?
Mantra devoto, la cadencia de la olas empujadas por la brisa litoral encuentra en el conjunto de mis pensamientos vagos un misterioso y fértil terreno donde desplegar su maravillosa energía milenaria. Se integran y acompañan otros sonidos, muchos, perros, pájaros, hojas, seres que no identifico, desconocidos para mí, en medio del monte generoso configuran la extensión, el espacio; delimitan un territorio que así, manifestándose sutilmente en ladridos lejanos, silbos y hojarascas, termina por ser mi territorio, mi propio mundo al que me debo con sagrada entrega.
19 de agosto de 2003
Gracias a Alfredo Saavedra por el título.
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