15.3.08

Es que los conchetos comen mal

Me da vueltas en la cabeza la idea de una presencia ausente. Dialéctico, me dirán. Rebuscado, en el mejor de los casos. Sin embargo, deja de ser simplemente una idea en el momento que, como en un chapuzón fresco de arroyo entrerriano, todo mi cuerpo se estremece y siente, sabe que se ha instalado una certeza indescifrable: hasta este momento estuve ausente. La sensación de presencia en este instante atestigua una ausencia previa, indefectiblemente. Es como una brisa que confirma con su caricia la existencia, al fin, de mi rostro desangelado, perdido en el mar de los impulsos, de las tensiones, fundido en una sola y misma cosa con los pensamientos, las preocupaciones, los anhelos, el pasado. ¿Cuántas veces dije ¡Presente!, sin estar allí? Escuela primaria, catecismo, servicio militar obligatorio, listas interminables, voces marciales reclamando para el orden previsible del mundo de las cosas un estar cosificado, catalogable, mensurable, obediente y dócil. Y en algún lugar, tiempo y espacio únicos e irrepetibles, aparece entonces esa voz completamente nueva y entrañable a la vez, a quien ya conocemos; viene de lejos suspirando las distancias, invocando los misterios insondables del espíritu, soplo de vida, heredado sortilegio que desea que aparezca por fin el beso liberador e inconfundible del príncipe encantado.

16 de diciembre de 2003

Gracias a Silvia Mazza por el título.

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