Todavía puedo verlo: short de baño marrón, acampanado, camisa tipo guayabera muy prolijamente abotonada, el yoqui de siempre cubriendo su calvicie, anteojos tipo armatoste con los vidrios realmente picados y sucios, las piernas flacas y... ojotas. Siempre ojotas.
Llegamos a la nochecita, éramos ocho en dos autos y veníamos de Buenos Aires, haciendo escala previa en Gualeguaychú. Nos recibió muy contento, «Por fin llegaron, sabandijas», dijo mostrando sus dientes viejos y gastados, con un vaso de whisky poco hielo en la mano; «valió un trago, ch’amigo», y empinó lindo el codo, festejando nuestro arribo. El galpón de Roque estaba ya invadido por el sabroso olor a asado y las perras ladraban y saltaban como perras que son.
La parrilla, hecha por él mismo, por supuesto, con un mecanismo exclusivo de elevación y control de altura para regular el calor que la carne va recibiendo durante la cocción, estaba repleta. Asado de costilla gruesa, vacío, algunas achuras, mollejitas, y la especialidad de la noche: «matambrito al tetra». No sabemos todavía si es invención del propio Manucho o si tomó la idea de algún compinche. El hecho es éste: nunca comimos —coincidimos todos los agasajados— algo tan rico. Resulta que el matambre se prepara, sazonado de un modo singular, y se introduce en una caja «tetra-brik», de preferencia vino blanco, previamente vaciada sobre uno mismo y se hecha a la parrilla, de suerte que se cocina maravillosamente en una especie de horno para calentar los mares.
16 de septiembre de 2003
Gracias a Chobal por el título.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario